EN EL BARCO VIENE UNA ROSA
En el agua tranquila de la poza, las copas de
los árboles se reflejaban reproduciendo una selva submarina.
Cocorí se agachó para beber en el hueco de
las manos y de detuvo asombrado al ver en el fondo de agua un rostro obscuro
como el caimito, con el pelo en pequeñas motas apretada. Los ojos porcelana de
Cocorí tenían enfrente otro par de ojos que lo miraban asustados. Pestañeó,
también pestañearon. Hizo una morisqueta y el negrito del agua le contestó con
otra idéntica.
Dio una palmada en el agua y su retrato se
quebró en multitud de fragmentos. Estaba muy contento Cocorí y su risa
descubrió sus encías rosadas como papayas. Por primera vez se había atrevido a
penetrar entre los árboles milenarios de la selva, y lleno de curiosidad y
excitación, vivía una aventura magnífica. Ya mamá Drusila debía estar
impaciente:
-Cocorí,
anda a traerme leña – le había dicho.
Pero
recogiendo una rama por aquí y otra por allá se había ido adentrando en el
bosque, y ya era hora de emprender el regreso.
Cruzó
los primeros matorrales en los límites de la selva. Se apresuró, receloso,
porque el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y se iniciaba el concierto
nocturno.
-Croá, croá.
qué susto me da.
El
sapo le gritaba desde su pantano, y el grillo intervenía con su voz en falsete:
-Cri, cri, cri
apúrate, Cocorí.
Las ramas se alargaban como garras para
atraparlo y veía sombras pavorosas por todas partes. Y cuando un búho abrió su
ojo redondo y le gritó:
-Esrucurú,
¿qué buscas tú?
Cocorí arrancó despavorido a todo lo que le
daban las piernas. Corriendo cruzó frente al rancho del Campesino. Un olor a
pescado frito le alegró las narices.
- Adiós, Cocorí, ¿a dónde vas tan ligero?-
Pero no tenía ánimo de contestar y no se
detuvo hasta que se encontró a salvo junto a mamá Drusila. Aferrado a sus
faldas se sintió tranquilo, porque las mamas pueden defender a sus negritos de
la montaña, del hambre del jaguar o del relámpago.
Por eso no protestó del pellizco de la negra
que le decía:
-¿Dónde has estado?
Cocorí no le contestó, lleno de
remordimientos, porque siempre le había prohibido que se aventurara en el
bosque. Además, a mamá Drusila era mejor dejarla que se serenara sola.
Después de la comida Cocorí salió a la playa.
La selva a sus espaldas, elevaba su mole tenebrosa y casi impenetrable. De ella
salían, a veces, impresionantes mensajeros que ponían sobresaltos en el corazón
del Negrito. El afelpado Jaguar aparecía en los linderos de la playa en acecho
de doña Tortuga, que se hacía un ovillo, atrincherada en su caparazón, y a
veces a don Zorro, en rápida visita, secuestraba las más tiernas aves del
corral.
El mar, enfrente dueño y señor de innumerables
secreto que aguijoneaban la imaginación de Cocorí hacia el círculo de
pescadores, que a la luz de la luna, referían sus aventuras heroicas en el mar
y en la selva.
Acuchillado en el ruedo de hombres escuchó
una vez más al Pescador Viejo – sus barbas blancas bailando con los vientos
salinos – contar de los hombres rubios que vivían al otro lado, de la
dentellada fugaz del tiburón, de las anguilas eléctricas y de la iguana
acorazada con su lengua de siete palmos.
-Dime, Pescador – preguntó el Negrito -:
¿quién es más fuerte, el Caimán o la Serpiente Bocaracá?
El Viejo se rasco las barbas, dubitativo,
guiño un ojo, y por último, respondió:
-Todo depende. Si el Caimán la muerde
primero, gana el Caimán; pero si la serpiente lo aprisiona entre sus anillos y
comienza a destrizarlo con su abrazo… ¡adiós Caimán!
La conversación se alargó hasta que los
párpados de Cocorí comenzaron a pesarle y a duras penas se fue trastabillando
de sueño hasta su casa. Lo último que escuchó fue la canción de cuna de mamá Drusila:
-Duérmete, negrito,
cara de moronga,
que si no te duermes
te lleva candonga.
cara de moronga,
que si no te duermes
te lleva candonga.
Al alba, Cocorí saltó de su hamaca. El canto
del gallo corría por el caserío.
Quiquiriquí,
ya estoy aquí.
ya estoy aquí.
Se
lavó la cada con el agua fresca de la tinaja de barro y se encaminó a ordeñar
las cabras. Pero al salir a la playa, comprendió que sucedía algo inusitado.
Los hombres del pueblo gesticulaban exaltadamente frente al mar. Con el sol
matutino sus sombras se prolongaban enormes por los arenales y venían a lamer
las piernas de Cocorí. Algunos lanzaban sus sombreros al aire y la algazara
crecía por momentos. El viento trajo los gritos:
-Un
Barco-
-Que
viene un barco.
-Llegan
los hombres rubios.
El
corazón del Negrito dio un vuelco. Se le olvidó de la cabra y la dejó tranquila
triscando la mata de orégano. Se precipitó hacia el mar y pronto compartía la
excitación de los demás.-
El
Pescador Viejo sentenció:
-Hacia
veinte lunas que no venía ninguno.
Los
ojos de Cocorí quedaron prendados del mar inmenso que centelleaba asperjado de
diamantes. Una lejana columna de humo delgado se elevaba en el horizonte.
Tenía
una vaga idea de los barcos. En las noches de luna había preguntado
-¿Cómo
son los barcos?
-
Grandes, como todas las casas del pueblo juntas – le habían respondió, Comen
fuego y echan a correr bufando. – Pero nunca había visto ninguno. Por fin
resolvería un misterio.
Los
pescadores comenzaron a empujar sus botes al agua cargados con frutas olorosas
y multicolores: caimitos, papayas, piñas, plátanos. Adornaron los bordes con
rojas flores y desde lo alto del mástil colgaron largas guirnaldas de
orquídeas.
Cocorí
se coló por entre las piernas de los mayores y, encogiéndose lo más posible
para pasar inadvertido, se acomodó en una lancha.
Poco
después todos bogaban bajo el sol ardiente.
El
casco del barco relucía sobre las aguas. Con sus banderas multicolores y la
gran chimenea pintada de blanco que arrojaba una gruesa columna de humo,
infundía en Cocorí una temerosa
fascinación. Los ojos querían saltársele.
Ya
más cerca, vieron a los hombres acodados en la borda. Eran como los describía
el Viejo Pescador. El contramaestre, con su cabellera roja revuelta por el
viento, hizo gritar al Negrito:
-Miren,
se le está quemando el pelo.
Los
negros se rieron alegres mientras recogían las sogas para aproximarse al barco.
Cocorí se apoderó de una y, agarrándose con pies y manos, trepó ágilmente hasta
el puente. Cuando de un saltó cayó sobre la cubierta, un grito lo sorprendió:
-Mamá,
¡mira qué raro!.
Cocorí
buscó alrededor. ¿De qué hablarían? Hasta que se dio cuenta de que hablaban de
él y la cra le puso morada como una berenjena.
“Es
linda – pensó – como un lirio de agua”.
Suave
y rosa, con ojos como rodajas de cielo y un puñado de bucles de sol y miel, la
niña se acercaba poco a poco.
-¡Es
que está todo tiznado!
Pasó
un dedito curiosos por la mejilla de Cocorí.
-¡Oh
mamá, no se le sale el hollín! – y los ojos celestes reflejaban desconcierto.
El
Negrito estaba como clavado en su sitio, aunque tenía unos deseos frenéticos de
desaparecer. Hubiera querido lanzarse de zambullida al agua, pero no le
obedecía las piernas. Su desconcierto creció cuando la mamá se acercó a
mirarlo, y de un salto alcanzó la cuerda y se deslizó hasta la lancha- La niña,
desde la borda, lo buscaba con la vista entre las flores y frutas, pero Cocorí,
escondido debajo del asiento, sólo asomaba de vez en cuando un ojo todavía
cargado de turbación.
De
vuelta a la playa, la comezón de la inquietud le recorría el cuerpo. ¡Se había
portado tan tonto! Con gusto se tiraría los pelos, se daría de ´puñetes
gritaría. ¿La había enojado? Y el pesar agolpaba las lágrimas a los ojos de
Cocorí.
Por
fin tuvo una idea.
Corrió
a lo largo de la playa recogiendo el tornasol de las conchas, los caracolas
nacaradas, las estrellas de mar y los arbolitos de coral, saltando entre las
rocas con riesgo de resbalar y darse un peligroso chapuzón.
Y
rápido corrió hacia su camarote. Cocorí se quedó pensando en la temeridad de su
ofrecimiento, cuando la vio reaparecer. Entre sus manos traía una Rosa. Parecía
hecha de cristal palpitante, con los estambres como hilos de luz y rodeada de
una aureola de fragancia.
Para
Cocorí era algo mágico. Retrocedió unos pasos asombrado. El sólo conocía las
grandes flores carnosas de su trópico. Esta flor era distinta. Jamás podría
cerrar sus páralos para comerse una abeja como lo hacía las flores de la
manigua. Su perfume no tenía ese aroma hipnótico de las orquídeas. Era un olor
leve como una gasa transparente que envolvía a Cocorí en su nube.
Miró
a la niña, atónito y volvió a ver la Rosa.
“En
el país de los hombres rubios – pensó el Negrito -, las niñas y las flores son
iguales”. Y con su rosa apretada contra el pecho, celoso del viento que quería
arrebatársela, Cocorí emprendió el regreso hacia la costa.
Esa
noche la flor iluminó la choza de mamá Drusila.